De la carta a su sobrina, Giuseppina, llamada por la Madre a la casa paterna durante unos días, para verificar su vocación a la vida religiosa, deseándo ella unirse a las Maestras Pías fundadas por su tía:
«Si estuvieras sola, yo sería la primera en temblar, ya que sobre nosotros mismos solo tenemos debilidad, impotencia y miseria; ¡pero nuestro Señor está contigo de la mañana a la tarde y de la tarde a la mañana!
Tú Sufres? es una mano divina que te regala su cruz; cuando trabajas, Él está allí para ahorrarte la mitad de la pena; cuando lloras, Él se te acerca para enjugarte las lágrimas: cuando oras, es Él quien ora en ti; ¡pero todo esto no es necesario sentirlo! Alegrate, porque sabes que el buen Dios te ama, porque sabes que tenemos el cielo delante de nosotros y porque, apesar de nuestras debilidades, nuestras miserias, nuestras montañas de defectos, avanzamos hacía Dios todos los días, y quizás mucho más, cuando menos lo sentimos. Giuseppina tu corazón debe ser un canal impermeable; ninguna criatura debe estar allí, todos los que entran en ella, incluso papá y mamá, deben salir del Costado de Jesús. Cuánto más Dios enriquece tu corazón, más lo hace tierno y más exige un desapego absoluto por amor a Él. ¡Qué hermoso es sufrir y qué felices son las víctimas!»
«La única cosa que no se envidia es el último lugar, y solo en el no hay vanidad ni aflicción de espíritu. Coloquémonos humildemente entre los imperfectos, considerándonos almas pequeñas, a quienes Dios debe sostener en todo momento … pero si quisiéramos intentar hacer algo grandioso incluso bajo la apariencia del celo, nos deja solos. Por lo tanto, es suficiente que nos humillemos y que soportemos con gusto nuestra imperfección; en esto consiste la verdadera santidad para nosotros».