Así la describe Caterina Giovannini: “Elisabetta Renzi era de mediana estatura; sus formas eran delicadas, su complexión, sin excluir la idea de cierto vigor, anunciaba una naturaleza nerviosa. La edad y la fatiga no le habían quitado nada a la vida con la mirada chispeante de un esplendor adorable. El ojo, que es espejo del alma, era en ella un no sé qué rayo de fuego sobrenatural, que variaba de intensidad y de expresión; tenía la misteriosa potencia y la atractiva sinceridad que Dios concede a los que a menudo alzan sus ojos hacia él…
– Sencillez de mirada y de comportamiento; mirada clara y pura, llena de amor y bondad – añade la venerable religiosa Teresa Raffaelli. Esta nos dice con amable acento: “Era una cierta belleza en la Madre Renzi; una belleza graciosa acompañada de la debilidad del cuerpo; una expresión de paraíso, porque nunca se desvinculó de rayo de bondad, de fuerza y de valentía”.
Después de los ojos, lo más notable en Ella era el perfil, cuyas líneas eran grandes, armoniosas y lo suficientemente pronunciadas. Aunque de la dulzura y de la serenidad del rostro se adivinó la paz divina que gozaba interiormente, la impronta propia de su fisonomía cuando estaba en reposo, su más familiar expresión, era la sobrenatural melancolía que nace del sentimiento de las cosas invisibles.
El paso, aunque pesado en los últimos años tan cargado de sufrimientos y de achaques, era rápido como de persona que cuenta las horas, y que, desposada, se apresura sin embargo a volver a prestar el servicio de Dios. La cabeza cae levemente sobre el pecho por el hábito del recogimiento y de la adoración; su cabello no duró mucho para rodear su cabeza tranquila y expresiva de dulce majestad… Y hasta el último momento, conservó, raro privilegio, el pleno ejercicio de los órganos y de la facultad de que disponía en el cumplimiento de su misión: finura de audición, claridad de vista, lucidez de mente, frescura de memoria…
Y apareció a todos imagen de Jesucristo; una vez que habías encontrado su mirada, oído su palabra, esa palabra y esa mirada nos fascinaban, y todo en ella servía para nosotros de aliento y recompensa – así leímos en una carta de Sor Teresa Onofri, excelente contemporánea de la venerada Madre Fundadora.
Dura consigo misma, era muy amable con los demás; sabía sonreír; tenía palabras graciosas, agradables lemas, ingeniosas y divertidas respuestas; la seducción más dulce se asienta en los labios en el momento en que surgen las verdades y los consuelos.
Cuando se encontraba con personas de la Casa, o sólo conocidas, se abría con mucho gusto, y en aquella íntima conversación llevaba, toda soltura, una amable juventud, una franca desenvoltura, una ingenuidad llena de gracia, el don feliz de narrar sonriendo o entendiéndose, aquellos lemas vivos, esas sentencias muy a propósito que van al corazón de todos y forman el condimento de las conversaciones del mundo, quitan la risa burlona, y siempre con la más tierna fusión de la caridad.
El espíritu de Dios, que estaba en ella, le daba a cada una de sus palabras una admirable rectitud, simplicidad, una oportunidad incomparable.
Sus puntos de vista, claros y nítidos siempre estaban sueltos en su espíritu desde el punto de vista de la gloria de Dios y de la salud de las almas”. (Positio p. 501-503)